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Wednesday, January 25, 2006

RAMON, EL GUARDA

Esto que les cuento sucedió hace unos veinte años, cuando yo tenía diez y Ramón rondaba los cincuenta. Yo era un niño bastante solitario y taciturno, y me llamaba poderosamente la atención ese guarda que vigilaba una obra cercana a mi casa; porque Ramón era guarda, pero de los de antes, con atuendo "de calle" (nada de uniformes), bastón grueso de acebuche como defensa, jauría de chuchos siempre cerca de él (que servían para avisar, nunca para morder), gran candela hecha con los palos de la obra y varias litrona para el buche todas las noches.
Siempre vestía pantalones vaqueros gastados, chaleco rojo grueso y gorro marinero tipo "Yac Custó"; la verdad es que parecía recién salido del puerto pesquero en lugar de su casa en pleno Aljarafe sevillano, a 100 km del puerto marítimo más cercano.
Nacido justo en plena posguera española, no necesito contarles las penurias que pasó.
Durante los 50, siendo todavía casi un niño, se enroló en la Legión para llevarse algo que comer a la boca, y de allí fue enviado al antiguo Sáhara español; como seguramente saben, aquella parte del desierto que hoy día Marruecos pisotea haciendo caso omiso de todas las recomendaciones internacionales, fue una vez español, aunque años después, justo tras la muerte de Franco, lo abandonamos a su suerte en otro episodio ignominioso y cobarde de la historia española; pero bueno, ese cuento para otro día.
De aquella etapa de su vida, a Ramón le quedaban los tatuajes en los antebrazos hechos en noches de borrachera, algún que otro burro robado a los moros para comérselo y un fatal destino con forma de botella que ya no le abandonaría nunca.
No recuerdo cómo trabé amistad con él, aunque supongo que no me fue difícil dado su carácter abierto, confiado y mi curiosidad ante los "outsiders" o gente marginal. Yo esperaba ansioso cada noche para ir a su encuentro y charlar con él. Ramón, nada más verme, me abrazaba profundamente contra su enorme panza como nadie lo ha hecho en toda mi vida, y os juro por mis muertos más frescos que olía bien y que yo en ese momento me sentía el niño más feliz del mundo. Luego me sentaba en una piedra cerca de la candela y Ramón me contaba cosas de la vida, nunca aburridas; yo pasaba casi todo el tiempo callado mientras él hablaba con la mirada perdida y vidriosa debido a las 2 ó 3 litronas que se embuchaba cada noche. Pero lo que más me gustaba de Ramón era que me llamaba "Willy" en lugar de Dani, no sé si porque no se aprendió mi nombre o porque sencillamente le gustaba más "Willy". Ese apodo me hacía sentir un poco como él, marginal, algo que siempre ha ejercido sobre mi una gran atracción. Todavía recuerdo como si fuera ayer cada noche de ese verano cuando me acercaba a la obra y los perros ladraban, y Ramón se levantaba y me recibía al grito de "Willyyyyyyy" con los brazos abiertos y la enorme panza sobresaliendo del pantalón.
Luego el verano y la obra se acabaron, y le perdí la pista a Ramón. Años más tarde, hecho yo ya un chavalote, también una noche de verano, nos volvimos a ver y él me reconoció antes que yo a él(y eso que yo había crecido más de una cuarta); me seguía llamando "Willy", pero fue un encuentro breve, y nos despedimos cordialmente. Ésa fue la última vez que ví a Ramón vivo. Tiempo más tarde, su hijo, que era conocido mío, me dijo que Ramón había muerto.
No sé si Ramón era un gran hombre, un buen padre de familia, un buen esposo, pero a mí me dejó un recuerdo imborrable que todavía hoy perdura; siempre lo traté con respeto pero sin adulación, y él siempre me trató a mí como a un igual, no como un adulto condescendiente trata a un niño que aún no ha salido del cascarón.

1 comment:

Daniel Ruiz García said...

Cojonudo. En serio, es muy emocionante. Cotidiano, natural... Me encanta