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Saturday, August 27, 2016


                                                      EL DIA MAS LARGO


    Pedaleaba rambla arriba fatigosamente bajo el calor abrasador del verano en la ciudad; el asfalto, el humo de los vehículos, la hora del día, todo se aunaba para aumentar su temperatura corporal. Arqueaba la espalda para darle impulso a la bici mientras el sudor empezaba a gotearle frente abajo; la espalda, hacía ya rato que la tenía encharcada bajo la fibra sintética de la mochila barata.
    Mario llevaba escasamente un mes en la ciudad; casi que apenas conocía de ella el itinerario del trabajo a casa y viceversa. Hacía un mes y medio estaba tan tranquilo en el pueblo cuando recibió la primera llamada de teléfono para realizar la entrevista de trabajo que actualmente desarrollaba. 
    Siguió pedaleando con ahínco algo lastrado por sus kilos de más dejando atrás la guardería; se sentía irritado por no haberse sabido explicar convincentemente con su jefa. Discutía consigo mismo con la imagen mental de su jefa en su cerebro, repitiendo una y otra vez lo que le había dicho y maldiciéndose por no haberle dicho lo que ahora se le ocurría: "Esta pava tiene prejuicios contra los del sur y yo no he hecho más que reafirmárselos" se lamentaba.
    Llegó a casa por fin, dejó la bici en la habitación de invitados, ahora vacía, y apresuradamente se despojó de la ropa de trabajo empapada en sudor. Se quedó en calzoncillos andando por la casa mientras bebía agua fresca de la nevera, se cepillaba los dientes con su nuevo cepillo eléctrico y se preparaba para acomodarse en una hamaca de la piscina del barrio con dos libros: uno en español y otro en inglés.
    Recién acomodado en la hamaca, dispuesto a pasar una tarde de lectura agradable, había algo en algún rico de su cerebro que le inquietaba: se engañaba a sí mismo convenciéndose de que era la pobre impresión que había causado a su jefa, cuando al observar a unos niños pequeños jugar riendo en la piscina, un relámpago cruzó su cerebro golpeándole directamente el corazón: ¡Lucía!.
    Llegó a la guardería de su hija, la misma que había pasado de largo hacía un rato, con el corazón saltándole dislocado en la garganta; los quince minutos que habían transcurrido desde la hamaca en la piscina hasta la guardería habían sido los más largos y dolorosos de su vida, y Mario empezaba a presagiar que el resto de los días que le quedaban por vivir podían ser un auténtico infierno.
    El corazón se le cayó de la garganta a los pies al ver la persiana metálica verde de la guardería echada hasta abajo, cerrado a cal y canto; miró la hora, las 18:17 horas. La guardería cerraba todos los días, como muy tarde, a las 18:00 horas, y muchos días, antes, cuando ya no quedaban niños.
    Dio dos o tres pasos atrás para cerciorarse de la evidencia mientras se preguntaba qué podía hacer; 
sacó con manos temblorosas el móvil y por culpa de los nervios tardó varios minutos en encontrar el teléfono de la guardería: llamó y llamó hasta que se percató de que estaba llamando a una guardería cerrada, donde no había nadie y de la que él mismo podía escuchar el tono de llamada del teléfono.
    Se puso a dar paseos cortos arriba y abajo mesándose con rabia el cabello, sin alejarse demasiado de la persiana verde, como si fuera un imán que le impidiera alejarse. De pronto vio a la señora de la limpieza del bloque de al lado, y le preguntó si había visto a una niña rubia con trenzas, de dos años y medio, salir con alguien: ésta le contestó que no se había fijado, que había muchas niñas en la guardería como para recordarlo. Le aconsejó que avisara a la policía inmediatamente, las primeras horas son cruciales en caso de niños perdidos.
    ¡Perdida! su niña, tan pequeña, tan indefensa, ¿con quién podía estar?. Ya completamente ido, absorto, Mario montó en su bici sin cuidarse en absoluto del tráfico, y se pudo a pedalear a casa; zigzagueaba por todo el ancho de la calle, sordo a los pitidos furiosos del resto de conductores. Miraba ansioso a ambos lados de la calle con la esperanza de divisar a su niña, con los ojos encharcados en lágrimas, maldeciéndose y golpeándose con el puño en la cabeza.
    ¿Por qué ?¿Por qué su niña?¿Por qué no otra? se repetía como un martillo pilón egoístamente. 
    Llamaría a la poli nada más llegar a casa y admitiría su culpa: ¿cómo podía ser tan mal padre?¿cómo se le podía olvidar su propia hija?. Nunca más volvería a verla, pobrecita, se lamentaba, odiándose por haberse preocupado por una minucia con su jefa. 
    Ya subía por el ascensor llorando a lágrima viva, hecho un ecce homo, a duras penas acertaba con la llave cuando le sorprendió: 
 -" papiiiii!." 
-  ¿Qué pasa? - le preguntó la madre serenamente -. Qué mala cara tienes hoy. Lucía y yo venimos del parque, hoy la recogía yo de la guarde, ¿recuerdas?.