My Blog List

Friday, June 29, 2018


                                                     DIAS DE GLORIA

    Aquel año no pensaba hacer la temporada futbolística en ningún equipo porque no me apetecía en absoluto; empecé a jugar a los once años en el San Juan, el equipo del pueblo, y para cuando cumplí los veinte ya llevaba varios años cansado de futbol. Aguantaba por mi padre, para no darle un disgusto, porque el pobre hombre tuvo la ilusión durante muchos años de que al menos uno de sus tres hijos varones jugaría en el Barca, el Madrid o por lo menos el Betis; yo era el menor y por ende, el último cartucho, malogrados los dos hermanos mayores como fruta madura que se pudre en el árbol. 

    Como decía, aquel año, que fue la temporada 96-97, no pensaba jugar al futbol, pero justo a principios de verano me pillaron robando unas zapatillas de deporte en el hipermercado del pueblo; 
¿y qué tiene que ver esto con jugar al futbol ? Pues que el guarda de seguridad que hizo la vista gorda para que no me denunciaran era “el Mari”, el entrenador de mi infancia en el San Juan y que llevaba varios años entrenando al Almensilla. Así que justo cuando empezó la pretemporada, en pleno mes de julio sevillano, “el Mari” quiso cobrarse el favor y me dio un telefonazo para incorporarme a su proyecto: no tuve arrestos para negarme y mintiendo descaradamente le dije que aceptaba encantado un proyecto tan ilusionante; otro verano a tomar por saco: adiós a la piscina, a las playas de Huelva y Cádiz con sus doradas arenas, sus interminables atardeceres, sus discotecas y sus chicas. Todavía hoy, más de veinte años después, recuerdo como si fuera ayer aquella llamada telefónica del “Mari” a la hora de la siesta del verano sevillano, con las gotas de sudor deslizándose por mis axilas fruto de la angustia que pasé mientras le mentía cobardemente.

    El Almensilla penaba en segunda regional, la última categoría del fútbol amateur español, junto a equipazos de la talla del Cantarranas de Puebla Del Río, el Camino Viejo de Tomares, el Santa Isabel de la Esquina del Gato(posiblemente, junto con “Las tres mil viviendas”, el barrio más peligroso de Sevilla) y muchos más ilustres cuyo nombre he olvidado; a pesar de todo eso, la pretemporada que hacíamos se parecía a la de un equipo profesional porque implicaba varias horas diarias de entrenamiento físico durísimo a cuarenta grados centígrados.

    “El Mari” a pesar de su nombre cursi, era un tío de cuarenta tacos con un vozarrón que espantaba al más valiente, y desde que me entrenó a los trece años me inspiraba una mezcla de terror y repugnancia a partes iguales; aquella temporada el Almensilla apostó fuerte por el ascenso, porque incorporó a varios jugadores solventes de la comarca, entre ellos "el Peña" del Coria del Rio, Rafa “el burro” y yo mismo del San Juan, y la terna “el Maguito”, “el Rulo” y “el Zurdo” de la Aljarafeña. Todos nos incorporamos a un equipo que ya contaba con Carlos “el Cástulo”, un mozalbete de dos metros y ciento cincuenta quilos clavado a Don Pimpón de Barrio Sésamo; con Marquitos de Bollullos, un chaval medio retrasado muy aficionado a los clubs de alterne de la zona y con Agustín “el Canijo”, cuya novia estaba como un tren.

    El presidente era Manolito “el Grande”, un gigantón barbudo repartidor de cervezas Cruzcampo que se pasaba las horas muertas en el bar del campo de fútbol trasegando cervezas y el delegado era “el Mamporro”, un espécimen único de Almensilla cuyo nombre da una idea de su capacidad intelectual. Almensilla, aunque a solo quince kilómetros de distancia en línea recta de la capital, distaba cincuenta años de subdesarrollo económico, con burros y caballos por las calles, hombres vestidos con faja y sombrero de ala ancha cordobés y mujeres enlutadas durante media vida.

    Recuerdo que, de los veinte equipos que formaban la liga, sólo había un campo de césped, el del Villafranca y era porque no tenía problemas de riego al estar cerca del Guadalquivir; esperábamos ansiosos jugar en césped como los de primera división entre tanto albero, piedras, campos cuesta abajo como el de Cantarranas o con un poste telefónico en medio como el del Camino Viejo(por lo menos tuvieron la gentileza de rodear el poste con un colchón por si te pegabas el trompazo); la semana previa al partido con el Villafranca nos sentíamos como futbolistas profesionales y cambiábamos los tacos de tierras por los afilados de hierba, frotábamos meticulosamente con grasa de sebo las botas, hacíamos que nuestras madres nos plancharan con mimo la equipación, nos vendábamos los tobillos doblemente porque decían que en el césped se hunde más el pie y se es más propenso a una torcedura; el chándal que el bar del pueblo había mandado serigrafiar lo llevábamos completo, no sólo los pantalones, y entrábamos en el campo sin gastar coñas, con los macutos al hombro como si fuéramos profesionales.

    Aquella temporada, alcanzamos los play offs de ascenso, aunque no ascendimos en el último partido ante El Cuervo porque el árbitro tuvo que salir escoltado por la Guardia Civil y nos dieron el partido por perdido, pero esa es otra historia que algún día contaré.

Sunday, April 08, 2018

MISION CUMPLIDA

MISION CUMPLIDA:
                 
Ocurrió durante el verano del 96; fue un verano tórrido, como todos los veranos en la casa de campo de los abuelos, una vieja y digna masía perdida entre bancales de almendros y pinares apimpollados. Durante la hora de la siesta chirriaban las chicharras sus élitros produciendo un ruido monótono durante las interminables horas de la tarde igual al de un fontanero cortando un tubo metálico. Por la noche, bajaban desde los inaccesibles picos de detrás de la masía los jabalíes y las cabras montesas a rezongar entre los charcos producidos gracias a la furia de sus colmillos en los tubos del suministro de agua de los almendrales. Los días, idénticos, se sucedían unos a otros durante semanas enteras, inmersos en una ola de calor donde la temperatura no bajaba de los cuarenta grados de día y de veinticinco por la noche. Los abuelos sesteaban dentro del frescor de la casona durante todo el día y sólo salían al balcón cuando la noche había caído como un manto negro y pesado agujereado de estrellas minúsculas titilantes.
Marina, mi hija, sólo tenía tres años, y a pesar de su enfermedad, sólo pensaba en jugar, inconsciente de la gravedad de su situación. Yo la miraba con los ojos empañados en lágrimas como se alejaba con el yayo a primera hora de la mañana a pasear a los perros por el camino del “ Tío Barret ”; iban cogidos de la mano, ella tan frágil, el yayo tan achaparrado y tan fuerte, mientras se alejaban de la masía, y no paraba de preguntarme por qué a ella precisamente y no a mí: daría mi vida gustosamente mil veces con tal de salvarla y que pudiera disfrutar de la vida por lo menos los primeros veinticinco años, que son los más hermosos de todos. El equipo médico que la atendía maravillosamente no le daba, con un ciento por ciento de probabilidad, más esperanza de vida que lo que durase aquel maldito verano. Para toda la familia, cada día transcurrido era un puñal clavado en el corazón, con llantos a escondidas para que no nos viera mientras jugaba con su espada de mosquetero o miraba el cuento de la princesa por enésima vez.
Sucedió una tarde, sofocante como todas, con las chicharras rabiosas por el calor, cuando observé estupefacto a Marina sola andando por el camino que hacía con el yayo por las mañanas; normalmente andaba trastabillándose y se cansaba pronto, pero esa vez iba muy segura, con paso firme y como sabiendo hacia donde se dirigía. La llamé desde la terraza varias veces cada vez más fuerte pero sin resultado: ella seguía su camino cuesta arriba entre las piedras. A veces caía, pero se levantaba y seguía inasequible siempre con la vista alzada hacia un punto del horizonte. Me levanté de la hamaca y me dispuse a atraparla porque ya Marina había alcanzado la cima de un pequeño otero que siempre antes había subido en brazos del yayo.
Al llegar a la cima del montículo, que tenía forma de cono, con la cima plana, Marina estaba dentro de una nave espacial con seres extraños que le estaban proporcionando una especie de jarabe en un biberón. Mi estupor fue mayúsculo y cuando fui a rescatarla fui persuadido de que era por su bien y que sería lo único que podría salvarla de una muerte segura. Opuse poca resistencia porque era la única esperanza que le quedaba a mi hija, y me reprocharía toda la vida no haberle dado esta última oportunidad. Marina se tomó su “bibi” de sus nuevos amigos y la dejaron irse por su propio pie.
Al día siguiente, a la misma hora, la vi dirigirse de nuevo a su cita como movida por un resorte interno que la impelía a escalar la montañita a tomar su ración de “jarabe”. Esta vez la dejé hacer sin importunarla. Así sucedió durante el mes que restaba de verano, todos los días a la misma hora sin que nadie más de la familia se enterara porque era la hora en la que dormían la siesta. Los progresos de Marina fueron considerables y su aspecto físico mejoró enormemente y la enfermedad desapareció completamente ante la feliz incredulidad de los doctores que no daban crédito a la mejora de una niña que daban por perdida solo un mes antes. Los “amigos” alienígenas sólo solicitaron una contrapartida a cambio de salvarle la vida: a los veinticinco años vendrían a llevársela para siempre para que les ayudara a seguir salvando vidas de otros niños enfermos por toda la galaxia. Hoy se han cumplido esos veinticinco años, y la he visto partir con lágrimas en los ojos pero con el corazón henchido de orgullo.


Thursday, April 20, 2017


                                                      YOUSSRA    
 
    He leído libros rematadamente malos, tan malos como para hacerme detestar a toda la literatura universal y jurarme solemnemente no volver a leer nunca más un maldito libro; de joven recuerdo que me obligaba a terminar esos libros aburridos como un deber, deseando fervientemente que me sorprendiera en un giro espectacular y hubiera merecido la pena las tediosas horas empleadas.
    Todo cambió el afortunado día que topé con Miguel Delibes y su "Daniel el Mochuelo"; iba en un baúl junto con muchos otros camino de Villa Cisneros, último destino militar que mi difunto padre vería en vida. No habían pasado ni tres meses cuando conocí a Youssra, una saharaui de ojos grandes de color miel que venía a casa a ayudar a mi madre con las tareas del hogar.
    Yo era un chico espabilado y obediente al que le encantaba ayudar a su padre en el taller mecánico del ejército y en mis ratos libres acostumbraba a visitar la playa con un libro encantado de que el viento del desierto me acariciara la cara; como era consciente de los sentimientos de Youssra sobre mí, evitaba encontrarme con ella a solas a toda costa teniendo en cuenta que su familia era musulmana y la mía católica practicante.
    Todo marchaba bien hasta aquella tarde en la que estando yo leyendo en la orilla de la playa observé cómo se movía una retama en la que Youssra se guarecía detrás semi-escondida; fui con la intención de afearle amistosamente su actitud pero cuando la encontré tumbada en la arena con los pechos generosos desnudos tan apetitosos y la boca sensualmente entreabierta deseosa de que la besara, no pude frenarme y ninguna discrepancia religiosa hubiera podido evitar la pasión que sentíamos el uno por el otro.
   Desde ese momento la hice mía durante meses y meses mientras nos reíamos con Daniel y sus amigos de aventuras hasta que al cabo de un año el volumen de su vientre hizo visible el fruto de nuestro amor y el principio de nuestros problemas; a ninguno de los dos, por tener diecisiete años, le iban a permitir apostatar de su religión por odiosas e incomprensibles imposiciones familiares, culturales e históricas.
    Todo esto ocurría mientras todo el andamiaje del Sáhara Español se derrumbaba y Marruecos montaba la Marcha Verde; nos habíamos visto obligados a empaquetar todas nuestras pertenencias de la noche a la mañana en previsión de abandonar el territorio pero el infortunio se cebó con mi familia: mi padre apareció degollado en un callejón de Villa Cisneros la última noche antes de zarpar y a mí me detuvo la policía mora y fui llevado a la terrible prisión de Tazmamart, una cárcel subterránea sin luz natural en la que los que entraban nunca volvían a salir de allí.
    Así estuve como una rata en un agujero comido de piojos, con un hambre y sed atroces, en peores condiciones que una fiera en un zoológico, mientras los días, las semanas y los meses se sucedían; mi estado mental era algo parecido a una locura violenta y desesperada que me hacía desear mil veces más la muerte que continuar en esa situación.
    Gracias a que un guardia se apiadó de mí y me entregó " A sangre fría" de Truman Capote con la palabra "habibi"  y la palmita de mi niña impresa pude salvarme mental y físicamente hasta que pasados casi dos años de mi calvario una operación de rescate por parte de algunos de los compañeros del Frente Polisario que allí penaban me posibilitó la oportunidad de alcanzar la libertad y de unirme a ellos en su lucha contra el ejército marroquí.
    Así pasé unos meses de vida nómada y libre castigando despiadadamente al ejército moro hasta que un informante me susurró la presencia de Youssra y mi hija en El Aaiun donde habían sido trasladadas; no me costó sobornar a la policía mora por 50 dirham oro y desde entonces cabalgamos los tres junto con los saharauis, libres como el viento, por las arenas doradas del desierto.

Sunday, February 19, 2017


                                                   TIEMPO DE OPROBIO


    


    Laura y Ximo formaban el matrimonio perfecto pero de los de verdad, no como los de las revistas de famosos que nos mostraban a Brad Pitt y Angelina Jolie como una pareja a imitar durante muchos años para luego enterarnos de que se odiaban a muerte.
    Laura y Ximo llevaban nueve años casados y habían tenido tres hijos, a saber: Daniela, de ocho, Gema de seis y Jordi de tres. Formaban una pareja realmente bien avenida porque se amaban intensamente pero sin alharacas, sin ostentosas demostraciones publicas de besuqueos y manoseos que en muchas parejas era mas apariencia que otra cosa. Se amaban y respetaban tanto que no celebraban San Valentín porque cada día del año era un pequeño san valentín para ellos donde se regalaban besos, amor y respeto mutuo.
    Cada tarde cuando comenzaba el buen tiempo la familia entera salía a pasear con el perrito  pekinés por las huertas que rodeaban su pequeño pueblo; saludaban a los vecinos cordialmente sin entretenerse demasiado con ellos mientras los niños correteaban alrededor riendo y persiguiendo al perrito. Los días se alargaban mas y mas a medida que avanzaba la primavera y el sol brillaba luminoso colgado de un cielo azul turquesa.
    Pero también, invariablemente, como un ritual sagrado, Laura se detenía cada tarde ante la huerta del Tío Palomo mientras desarrollaba las labores rutinarias del hortelano: cavaba la tierra, limpiaba las malas hierbas, recolectaba tomates, etc. Laura se lo quedaba mirando un rato detenidamente, con los ojos encharcados de lagrimas, absolutamente muda, mientras el Tío Palomo hacia sus quehaceres ignorante de que lo observaban; cuando se daba cuenta de que lo observaban era cuando Laura se le acercaba, serena, casi como hipnotizada, y le cogía las manos al Tío Palomo y lo miraba detenidamente por un buen espacio de tiempo completamente muda, con los ojos lacrimosos y un esbozo de sonrisa que no llegaba a dibujarse por completo en su cara. Luego, cuando parecía que el hechizo desaparecía, le propinaba un abrazo largo, profundo, y se despedía mientras obligaba a sus tres hijos, especialmente a la mayor, Daniela, a saludar al Tío Palomo personalmente; les conminaba a algún tipo de gesto cariñoso, un beso, una caricia, algo; los niños accedían desganadamente porque el Tío Palomo, para quien no lo conociera, podía dar la impresión de ser una persona rara, especialmente para un niño: pelo y barba larga, rizada, descuidada, vestía ropa vieja de muchos años, la viva imagen que todos tenemos de un naúfrago, un robison crusoe. Vivía en la misma huerta que cultivaba en un cobertizo de chapas y plástico, y se rumoreaban historias sobre él en el pueblo que había penado muchos años de cárcel de joven por atracar bancos.
    Daniela había alcanzado la edad de preguntarse muchas cosas, y no cejaba de preguntarle a su madre quien era ese hombre tan raro y por qué tenia que darle un beso, que le daba miedo y olía mal:
- Daniela, cariño, gracias a ese hombre estáis tú y tus hermanos aquí en este mundo - Daniela la miraba sin entender nada y con un temor insondable en sus ojos.
- una noche, antes de nacer vosotros y conocer a vuestro padre, caminaba justo por aquí de noche de vuelta de la feria del pueblo y un hombre malo me había estado siguiendo y justo aquí me ataco por la espalda, me tumbó por la fuerza al suelo y se sentó con toda su fuerza encima mío con sus manos en mi cuello con la intención de estrangularme; gracias a que el Tío Palomo oyó mis gemidos, casi estertores de muerte ya, estoy viva; este señor tan valiente se atrevió a salir de su cabaña e interesarse de verdad por mi: se enfrento al hombre malo cuando este no quería soltarme y logro espantarlo con el azadón en la mano. Cuando llamamos a la policía dio su descripción detallada y la de su coche y descubrimos posteriormente que era el responsable del asesinato y posterior violación de cinco chicas de la zona durante el ultimo año.

Friday, January 06, 2017



                                         NUNCA ES TARDE SI LA DICHA ES BUENA

    El pueblo olía a turrón por Navidad y caminar por sus calles era una tentación a la vez que una invitación a recordar las navidades de la infancia, treinta años atrás, que Mario atesoraba en algún lugar recóndito de su memoria. Recorría las empinadas calles, después de una ausencia de veinte años, a grandes zancadas, como el glotón se comería una tarta a grandes bocados. Vagaba sin rumbo, dejándose perder por la aljama mora que dibujaba un laberinto de callejuelas en el casco antiguo justo al pie de la falda de la colina.
    En la cima de la colina descansaban, olvidadas, las ruinas del castillo, unos cuantos lienzos de pared que habían presenciado muchos eventos históricos durante los últimos diez siglos; Mario, casi sin darse cuenta, jadeante, exhausto, se sorprendió a sí mismo en la cima de la colina apoyado en la baranda del mirador, contemplando el pueblo y comparándolo mentalmente como pasatiempo con el que había dejado hacía casi veinte años: el portal de Belén de figuras a tamaño natural de la quebrada, la iluminación navideña con luces LED ultramodernas de la fachada del ayuntamiento, el centro comercial con  un desmesurado aparcamiento en la antigua sede de la fábrica de turrones de El Zorro.
    Pero justo ahora, apoyado en la barandilla del mirador del castillo, contemplando de noche el pueblecito encantador acurrucado en la falda de la colina, rememoraba con amargor aquella última conversación con Irene que le llevó un día después a hacer las maletas apresuradamente y partir hacia el extranjero; lo que más hería su orgullo era su inocente candidez de aquel tiempo, el hecho de que Irene pareciera saberlo todo y él nada, como si ella fuera una Diosa omnipotente griega en el monte Olimpo y él un simple campesino: el embarazo inesperado primero, la alegría nerviosa después y luego el silencio, las preguntas sin respuestas, las mentiras flagrantes al final...
    Recordaba con un nudo en el estómago cómo Irene le robó su hijo dos veces: primero asegurándole que iba a abortar porque sus padres le habían dicho que eran muy jóvenes aún para arruinar su vida y segundo pocos meses después, cuando era evidente que el aborto no se había producido, llegó la estocada cuando le confesó que no era suyo, sino de Daniel, el de la gasolinera; entonces fue cuando el dolor se hizo tan agudo e insoportable que no pudo resistirlo y partió para el extranjero con la esperanza de que una gran distancia en kilómetros supondría también una distancia emocional directamente proporcional.
    Cuánto se equivocaba; después de casi veinte años, se daba cuenta ahora de que había vuelto al pueblo para ponerse a prueba a sí mismo; pero ahí estaba el fantasma recurrente de ella apareciéndosele a las primeras de cambio en el mirador del castillo, justo el sitio donde se besaban y se miraban a los ojos prometiéndose amor eterno.
    Cuando se decidió a bajar del castillo, de nuevo a grandes zancadas cuesta abajo por las calles mal iluminadas de la aljama, se topó con ella al doblar una esquina: se miraron cara a cara y se reconocieron al instante; estaba tan hermosa aún después de tantos años; y tan simpática. No paraba de charlar, de preguntarle cosas, de hablarle de sí misma, de la hija bellísima que la acompañaba causante involuntaria de su desgracia venidera. Mario tendía instintivamente a esconder la parte derecha de su torso, mutilado el brazo inmisericordiamente en un atentado terrorista hacía sólo un año. Mentalmente aún no le había dado tiempo a somatizarlo y en presencia de Irene sentía la vergonzosa necesidad de ocultarlo.
    Quedaron, más por insistencia de ella, en tomar una copa el día siguiente; Mario no dejaba de torturarse si debía acudir o no, si la había perdonado ya o no. ¿Se había dado cuenta de su impedimento físico?. Seguramente no. Era de noche y llevaba una chaqueta larga que le cubría todo el brazo ¿Qué pensaría?. Siendo tan cruel como era probablemente lo rechazaría de nuevo como ya hizo una vez en cuanto se diera cuenta.
    Decidió acudir y enfrentarse con todos y cada uno de sus miedos, porque si no, le perseguirían toda su vida: se presentó en mangas de camisa dejando al descubierto su horrible muñón para que fuera bien visible; se sentó en la mesa y le habló mirándole a los ojos de Irene para que ésta le confirmase que la hija que tuvo no era de Daniel el de la gasolinera sino de él, de Mario, y que el gran amor de su vida siempre fue él.
    Irene le pidió perdón por todo el daño que le había hecho mientras se besaban por encima de la mesa apasionadamente probando el sabor salado de las lágrimas que le caían a ambos a borbotones.
   

Sunday, November 27, 2016


                                                          VERDADES AMARGAS

    Recuerdo que estábamos en la casa del pueblo de los abuelos, aquella casona de techos altos, habitaciones amplísimas, fresca incluso bajo los tórridos veranos andaluces. Tenía doce años cuando a mi abuelo le dio un infarto mientras escarbaba en el huerto entre las tomateras. Cayó fulminado como un tronco recién talado, de boca, y cuando entre mi abuela y yo lo llevamos adentro y lo tumbamos en el sofá, todavía mostraba trozos de tierra entre los labios.
    Recuerdo también, grabadas a fuego en mi cerebro, las últimas palabras que le dirigió mi abuela:
- no era tuyo Pepe.... - me dio tiempo a mirar de reojo a mi abuela para ver como apuntaba una media sonrisa de triunfo.
    Pasó el verano, y muchos otros hasta que ya de adulto, casado y con una hija pequeña, después de una copiosa cena bajo el emparrado del porche, con una copa de orujo helada en una mano y un puro en la boca, mi hija durmiendo plácidamente a mi lado, mi abuela me comentó:
- niño, tengo que confesarte un secreto; este será mi último verano y no quiero irme a criar malvas con este peso encima.
- no digas tonterías abuela si estás mejor que yo- mentí descaradamente, testigo del lastimoso estado físico que iba sufriendo mi abuela desde el verano anterior. Hacía años que había olvidado a mi abuelo pero no las misteriosas palabras que le dedicó mi abuela porque presentía yo que encerraban un enigma insondable.
- es de cuando la guerra, pero aunque han pasado más de setenta años nunca lo he podido olvidar... ¿tú sabías que la guerra nos pilló en Cartagena, no? tuvimos que salir a toda prisa después del bombardeo y la miserable caída de Málaga. Fue horrible aquello niño. Ya estábamos casados y tu tío Pepe había nacido incluso, cuando el abuelo, que trabajaba de estibador en el muelle y estaba sindicado a la UGT, se enroló en las Fuerzas de Asalto de la ciudad en busca de fascistas residentes en Cartagena...como no lo conocía nadie en la ciudad al principio no sospechaban de él y le abrían francas las puertas de sus casas ignorantes del siniestro destino que les esperaba... - se entrecortaba la abuela entre llantos mientras se secaba las lágrimas con un pañuelito de papel del bolsillo del delantal - luego fueron pasando los meses y se rumoreaba de él que a los que sacaba de casa nunca volvían...luego los encontraban en el Campo de la Morera sito a las afueras de Cartagena, todos con un tiro en la nuca. Cogió una reputación siniestra el abuelo niño y a mí, bien por miedo, por adulación o por ambas cosas me regalaban en las tiendas carne, pan, azúcar y todo lo que hiciera falta. Todas las noches me traía joyas, pieles, vajillas, regalos se excusaba sarcásticamente, pero yo bien sabía de donde provenían todas esas cosas. 
    Cartagena en aquella época estaba llena de rusos apoyando a la República y quiso el destino que uno de ellos se cruzara en mi camino cuando iba a llevarle la tartera con la comida a tu abuelo al aeródromo...ya sabes niño a lo que me refiero...un piloto de avión alto, guapo, de pelo rubio ensortijado, con mentón prominente. 
- idéntico a mi padre balbuceé yo - completamente anonadado.
- Ajá- asintió secamente la abuela - . Mientras, el abuelo fue llamado a filas al frente de Aragón: luego el ruso retornó a su país, y cuando acabó la guerra yo tenía dos hijos: el tío Pepe, moreno y achaparrado, y tu padre rubio con los ojos azules. 
- Después de perdida la guerra, el abuelo, para evitar represalias, volvió con la identidad robada a un falangista al que mató en el frente, y acto seguido nos mudamos a Badajoz donde no teníamos conocidos. Se alisto en la Guardia Civil, ascendió a Capitán y se ganó muy bien la vida, pero siempre sospechó de tu padre, por eso nunca lo quiso, y por eso...- aquí mi abuela tuvo que hacer un esfuerzo para continuar - por eso, por venganza, me maltrataba física y psicológicamente durante muchos años... pero yo siempre he sido una mujer de mucho carácter y nunca me di por vencida, aún a sabiendas de que denunciar a un Capitán de la Guardia Civil durante la dictadura franquista era papel mojado o aún peor porque podría volverse contra mí por haber tenido un hijo fuera del matrimonio. Mi venganza fue querer a mis dos hijos con locura, criarlos sanos y fuertes y darles una educación para que llegaran a ser grandes hombres. Mi venganza fue estudiar durante muchos años a escondidas del abuelo para poder sacarme una carrera universitaria sin su conocimiento. Y como la venganza es un plato que se sirve frío, esperé a que se muriera para que se fuera al infierno con la certidumbre de que tu padre no fue hijo suyo, sino producto de un amor muy intenso que nunca sentí con él.

Tuesday, November 01, 2016

                                                   
                                                           LA CHISPA

    - ¡Echa pallá, me cago en dió¡ - dijo a la par que, dándole un manotazo, la apartó violentamente de su lado.
    - ¡Vení pacá, cabrone! - gritaba el Zurdo acercando mucho la cara al agujero de la pared.
    - Cogerme si tenei guevo! - insistía, con la cara cuarteada con arrugas, escupiendo espumarajos con los ojos saltones, como si se le fueran a salir de las órbitas.
    -Pác-coooooo! - silbaba la bala del Mauser de la Guardia Civil, a medida que iban tomando posiciones rodeando la casa.
    -Me cago en tó vuestro muertoooo! - se desgañitaba El Zurdo contra La Benemérita, mientras sacaba la escopeta de caza de cartuchos por el agujero y disparaba al bulto.
    La Sole le recargaba la escopeta, agazapada en un rincón, vestida de luto, con pañuelo a cuadros atado a la cabeza.
    - Mátalo, Paco, mátalo a ezo marnacío! - y Paco, El Zurdo, se ponía a ello con ahínco, como diez siglos antes se pusieron sus antepasados contra los Omeyas.
   Los disparos, en el caserón de las afueras del pueblo, sonaban esporádicos, para perderse su eco para siempre en el infinito de la noche brumosa, fría como un cuchillo; el vaho salía de las bocas como si fumaran un habano, y el resto del pueblo entero esperaba agazapado en sus casas tiritando de miedo, como conejos en sus madrigueras escuchando cada vez más próxima la campanita del hurón.
    Si el pueblo quisiera, ganarían esta partida, y la siguiente, y la siguiente, y así hasta la última para salir de su miseria económica, sí, pero sobre todo espiritual; una miseria del alma que los convertía en corderitos ante la autoridad y en lobos ante sus semejantes, para que el orden social establecido no se desmorone nunca.
    Pero no, el pueblo no quiere, o no sabe que quiere, y mientras a una familia de paisanos los acribillan como a cucarachas, el pueblo tiembla escondido en sus madrigueras, las marujas de rodillas con los codos en las camas rezando a la virgen, los manolos echando el cerrojo a la puerta por dentro, y por fuera, ¡ ya puede arder Troya!. El cementerio está lleno de valientes, reza el dicho popular, y no va a ser a mí a quién pillen por ahí fuera esta noche, piensan todos los del pueblo mientras esperan a que pase la tormenta, que más tarde o más temprano pasará.
    -Zurdoooooo! - grita el sargento - zar de ahí me cago en dió. No te vamo a hacé ná, no empeore la coza. Ya hemo aniquilao a tu hermano Pepito y a tu hijo Manué. No tenei escapatoria, así que entregate con la mano en arto.
    El sargento mientras habla, gesticula, ordena manualmente a sus hombres que adelanten posiciones, que se aprovechen del momentáneo alto el fuego para ganar ventaja: enciende una tea con un mechero de yesca grande y una vez encendida, le da fuego a los hombres de su cuadrilla. Se distribuyen los hombres alrededor de la casa y antes de que uno encuentre resguardo tras un carro de leña, recibe un cartuchazo en la pierna que lo deja malherido, sangrando abundantemente y quejándose como un gorrino antes de ser capado.
    - ¡ Éze no juega má ar furbo! - le comenta sarcástico El Zurdo a su mujer, La Sole, que lo mira arrobado mientras recarga la escopeta.
    - Zurdoooooo! , la has cagao. Pa qué coño le mete un tiro al cabo nuevo, si e un chavá que acaba de llegá de Madrí que no tiene curpa de ná!
    - Po que no se hubiera metío donde no le llaman - respondía El Zurdo mientras el cabo gemía desangrándose irremediablemente hasta la muerte.
    Los cartuchos iban escaseando de la parte del Zurdo y el sargento, perro viejo, esperaba fumando tabaco picado y café de achicoria recién calentado.
- Mi zargento, hay que achuchá que viene la prensa de caminito- informaba diligente el cabo primero Ramírez.
- Me caguendió, esto zeñorito de Madrí lo estropean tó - para el sargento todo lo que estaba al norte de Despeñaperros era Madrid, tanto da si venían de Alicante como de Valladolid, porque hablaban fino como los de Madrid. Dio órdenes precisas a su comando de asalto, recordando los tiempos de las guerras contra el moro, y una vez cerciorado de que El Zurdo agotó su munición, lanzaron las teas encendidas sobre el tejado de paja de la guarida del Zurdo y la Sole.
    Se echó para atrás el sargento, apoyando la cabeza  y la espalda sobre el muro en que se resguardaba y empezó a contar:
- Uno, do, tre, ... verá como ante de veinte están fuera con la mano en arto - sonreía satisfecho, sabedor de que los hechos le daría la razón.
    Al número dieciocho ya salían El Zurdo y La Sole con los brazos en alto y la cabeza enhiesta pidiendo una tregua, y el sargento y sus agentes apuntaban directo al estómago, que duele más.
- ¡Fuegooooo! - gritó ronco el sargento, y acto seguido se produjo un estruendo al unísono de todos los mauseres.
- Ha zío inevitable, sabe usté -  se podía escuchar al sargento explicándose engolado rodeado de periodistas.