Ocurrió durante
el verano del 96; fue un verano tórrido, como todos los veranos en la casa de
campo de los abuelos, una vieja y digna masía perdida entre bancales de
almendros y pinares apimpollados. Durante la hora de la siesta chirriaban las
chicharras sus élitros produciendo un ruido monótono durante las interminables
horas de la tarde igual al de un fontanero cortando un tubo metálico. Por la
noche, bajaban desde los inaccesibles picos de detrás de la masía los jabalíes
y las cabras montesas a rezongar entre los charcos producidos gracias a la
furia de sus colmillos en los tubos del suministro de agua de los almendrales. Los
días, idénticos, se sucedían unos a otros durante semanas enteras, inmersos en
una ola de calor donde la temperatura no bajaba de los cuarenta grados de día y
de veinticinco por la noche. Los abuelos sesteaban dentro del frescor de la
casona durante todo el día y sólo salían al balcón cuando la noche había caído
como un manto negro y pesado agujereado de estrellas minúsculas titilantes.
Marina, mi hija,
sólo tenía tres años, y a pesar de su enfermedad, sólo pensaba en jugar, inconsciente
de la gravedad de su situación. Yo la miraba con los ojos empañados en lágrimas
como se alejaba con el yayo a primera hora de la mañana a pasear a los perros
por el camino del “ Tío Barret ”; iban cogidos de la mano, ella tan frágil, el
yayo tan achaparrado y tan fuerte, mientras se alejaban de la masía, y no
paraba de preguntarme por qué a ella precisamente y no a mí: daría mi vida
gustosamente mil veces con tal de salvarla y que pudiera disfrutar de la vida
por lo menos los primeros veinticinco años, que son los más hermosos de todos. El
equipo médico que la atendía maravillosamente no le daba, con un ciento por
ciento de probabilidad, más esperanza de vida que lo que durase aquel maldito
verano. Para toda la familia, cada día transcurrido era un puñal clavado en el
corazón, con llantos a escondidas para que no nos viera mientras jugaba con su
espada de mosquetero o miraba el cuento de la princesa por enésima vez.
Sucedió una
tarde, sofocante como todas, con las chicharras rabiosas por el calor, cuando observé
estupefacto a Marina sola andando por el camino que hacía con el yayo por las
mañanas; normalmente andaba trastabillándose y se cansaba pronto, pero esa vez
iba muy segura, con paso firme y como sabiendo hacia donde se dirigía. La llamé
desde la terraza varias veces cada vez más fuerte pero sin resultado: ella seguía
su camino cuesta arriba entre las piedras. A veces caía, pero se levantaba y
seguía inasequible siempre con la vista alzada hacia un punto del horizonte. Me
levanté de la hamaca y me dispuse a atraparla porque ya Marina había alcanzado
la cima de un pequeño otero que siempre antes había subido en brazos del yayo.
Al llegar a la
cima del montículo, que tenía forma de cono, con la cima plana, Marina estaba
dentro de una nave espacial con seres extraños que le estaban proporcionando
una especie de jarabe en un biberón. Mi estupor fue mayúsculo y cuando fui a
rescatarla fui persuadido de que era por su bien y que sería lo único que
podría salvarla de una muerte segura. Opuse poca resistencia porque era la
única esperanza que le quedaba a mi hija, y me reprocharía toda la vida no
haberle dado esta última oportunidad. Marina se tomó su “bibi” de sus nuevos
amigos y la dejaron irse por su propio pie.
Al día
siguiente, a la misma hora, la vi dirigirse de nuevo a su cita como movida por
un resorte interno que la impelía a escalar la montañita a tomar su ración de
“jarabe”. Esta vez la dejé hacer sin importunarla. Así sucedió durante el mes
que restaba de verano, todos los días a la misma hora sin que nadie más de la
familia se enterara porque era la hora en la que dormían la siesta. Los
progresos de Marina fueron considerables y su aspecto físico mejoró enormemente
y la enfermedad desapareció completamente ante la feliz incredulidad de los
doctores que no daban crédito a la mejora de una niña que daban por perdida
solo un mes antes. Los “amigos” alienígenas sólo solicitaron una contrapartida
a cambio de salvarle la vida: a los veinticinco años vendrían a llevársela para
siempre para que les ayudara a seguir salvando vidas de otros niños enfermos
por toda la galaxia. Hoy se han cumplido esos veinticinco años, y la he visto
partir con lágrimas en los ojos pero con el corazón henchido de orgullo.