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Friday, June 29, 2018


                                                     DIAS DE GLORIA

    Aquel año no pensaba hacer la temporada futbolística en ningún equipo porque no me apetecía en absoluto; empecé a jugar a los once años en el San Juan, el equipo del pueblo, y para cuando cumplí los veinte ya llevaba varios años cansado de futbol. Aguantaba por mi padre, para no darle un disgusto, porque el pobre hombre tuvo la ilusión durante muchos años de que al menos uno de sus tres hijos varones jugaría en el Barca, el Madrid o por lo menos el Betis; yo era el menor y por ende, el último cartucho, malogrados los dos hermanos mayores como fruta madura que se pudre en el árbol. 

    Como decía, aquel año, que fue la temporada 96-97, no pensaba jugar al futbol, pero justo a principios de verano me pillaron robando unas zapatillas de deporte en el hipermercado del pueblo; 
¿y qué tiene que ver esto con jugar al futbol ? Pues que el guarda de seguridad que hizo la vista gorda para que no me denunciaran era “el Mari”, el entrenador de mi infancia en el San Juan y que llevaba varios años entrenando al Almensilla. Así que justo cuando empezó la pretemporada, en pleno mes de julio sevillano, “el Mari” quiso cobrarse el favor y me dio un telefonazo para incorporarme a su proyecto: no tuve arrestos para negarme y mintiendo descaradamente le dije que aceptaba encantado un proyecto tan ilusionante; otro verano a tomar por saco: adiós a la piscina, a las playas de Huelva y Cádiz con sus doradas arenas, sus interminables atardeceres, sus discotecas y sus chicas. Todavía hoy, más de veinte años después, recuerdo como si fuera ayer aquella llamada telefónica del “Mari” a la hora de la siesta del verano sevillano, con las gotas de sudor deslizándose por mis axilas fruto de la angustia que pasé mientras le mentía cobardemente.

    El Almensilla penaba en segunda regional, la última categoría del fútbol amateur español, junto a equipazos de la talla del Cantarranas de Puebla Del Río, el Camino Viejo de Tomares, el Santa Isabel de la Esquina del Gato(posiblemente, junto con “Las tres mil viviendas”, el barrio más peligroso de Sevilla) y muchos más ilustres cuyo nombre he olvidado; a pesar de todo eso, la pretemporada que hacíamos se parecía a la de un equipo profesional porque implicaba varias horas diarias de entrenamiento físico durísimo a cuarenta grados centígrados.

    “El Mari” a pesar de su nombre cursi, era un tío de cuarenta tacos con un vozarrón que espantaba al más valiente, y desde que me entrenó a los trece años me inspiraba una mezcla de terror y repugnancia a partes iguales; aquella temporada el Almensilla apostó fuerte por el ascenso, porque incorporó a varios jugadores solventes de la comarca, entre ellos "el Peña" del Coria del Rio, Rafa “el burro” y yo mismo del San Juan, y la terna “el Maguito”, “el Rulo” y “el Zurdo” de la Aljarafeña. Todos nos incorporamos a un equipo que ya contaba con Carlos “el Cástulo”, un mozalbete de dos metros y ciento cincuenta quilos clavado a Don Pimpón de Barrio Sésamo; con Marquitos de Bollullos, un chaval medio retrasado muy aficionado a los clubs de alterne de la zona y con Agustín “el Canijo”, cuya novia estaba como un tren.

    El presidente era Manolito “el Grande”, un gigantón barbudo repartidor de cervezas Cruzcampo que se pasaba las horas muertas en el bar del campo de fútbol trasegando cervezas y el delegado era “el Mamporro”, un espécimen único de Almensilla cuyo nombre da una idea de su capacidad intelectual. Almensilla, aunque a solo quince kilómetros de distancia en línea recta de la capital, distaba cincuenta años de subdesarrollo económico, con burros y caballos por las calles, hombres vestidos con faja y sombrero de ala ancha cordobés y mujeres enlutadas durante media vida.

    Recuerdo que, de los veinte equipos que formaban la liga, sólo había un campo de césped, el del Villafranca y era porque no tenía problemas de riego al estar cerca del Guadalquivir; esperábamos ansiosos jugar en césped como los de primera división entre tanto albero, piedras, campos cuesta abajo como el de Cantarranas o con un poste telefónico en medio como el del Camino Viejo(por lo menos tuvieron la gentileza de rodear el poste con un colchón por si te pegabas el trompazo); la semana previa al partido con el Villafranca nos sentíamos como futbolistas profesionales y cambiábamos los tacos de tierras por los afilados de hierba, frotábamos meticulosamente con grasa de sebo las botas, hacíamos que nuestras madres nos plancharan con mimo la equipación, nos vendábamos los tobillos doblemente porque decían que en el césped se hunde más el pie y se es más propenso a una torcedura; el chándal que el bar del pueblo había mandado serigrafiar lo llevábamos completo, no sólo los pantalones, y entrábamos en el campo sin gastar coñas, con los macutos al hombro como si fuéramos profesionales.

    Aquella temporada, alcanzamos los play offs de ascenso, aunque no ascendimos en el último partido ante El Cuervo porque el árbitro tuvo que salir escoltado por la Guardia Civil y nos dieron el partido por perdido, pero esa es otra historia que algún día contaré.

Sunday, April 08, 2018

MISION CUMPLIDA

MISION CUMPLIDA:
                 
Ocurrió durante el verano del 96; fue un verano tórrido, como todos los veranos en la casa de campo de los abuelos, una vieja y digna masía perdida entre bancales de almendros y pinares apimpollados. Durante la hora de la siesta chirriaban las chicharras sus élitros produciendo un ruido monótono durante las interminables horas de la tarde igual al de un fontanero cortando un tubo metálico. Por la noche, bajaban desde los inaccesibles picos de detrás de la masía los jabalíes y las cabras montesas a rezongar entre los charcos producidos gracias a la furia de sus colmillos en los tubos del suministro de agua de los almendrales. Los días, idénticos, se sucedían unos a otros durante semanas enteras, inmersos en una ola de calor donde la temperatura no bajaba de los cuarenta grados de día y de veinticinco por la noche. Los abuelos sesteaban dentro del frescor de la casona durante todo el día y sólo salían al balcón cuando la noche había caído como un manto negro y pesado agujereado de estrellas minúsculas titilantes.
Marina, mi hija, sólo tenía tres años, y a pesar de su enfermedad, sólo pensaba en jugar, inconsciente de la gravedad de su situación. Yo la miraba con los ojos empañados en lágrimas como se alejaba con el yayo a primera hora de la mañana a pasear a los perros por el camino del “ Tío Barret ”; iban cogidos de la mano, ella tan frágil, el yayo tan achaparrado y tan fuerte, mientras se alejaban de la masía, y no paraba de preguntarme por qué a ella precisamente y no a mí: daría mi vida gustosamente mil veces con tal de salvarla y que pudiera disfrutar de la vida por lo menos los primeros veinticinco años, que son los más hermosos de todos. El equipo médico que la atendía maravillosamente no le daba, con un ciento por ciento de probabilidad, más esperanza de vida que lo que durase aquel maldito verano. Para toda la familia, cada día transcurrido era un puñal clavado en el corazón, con llantos a escondidas para que no nos viera mientras jugaba con su espada de mosquetero o miraba el cuento de la princesa por enésima vez.
Sucedió una tarde, sofocante como todas, con las chicharras rabiosas por el calor, cuando observé estupefacto a Marina sola andando por el camino que hacía con el yayo por las mañanas; normalmente andaba trastabillándose y se cansaba pronto, pero esa vez iba muy segura, con paso firme y como sabiendo hacia donde se dirigía. La llamé desde la terraza varias veces cada vez más fuerte pero sin resultado: ella seguía su camino cuesta arriba entre las piedras. A veces caía, pero se levantaba y seguía inasequible siempre con la vista alzada hacia un punto del horizonte. Me levanté de la hamaca y me dispuse a atraparla porque ya Marina había alcanzado la cima de un pequeño otero que siempre antes había subido en brazos del yayo.
Al llegar a la cima del montículo, que tenía forma de cono, con la cima plana, Marina estaba dentro de una nave espacial con seres extraños que le estaban proporcionando una especie de jarabe en un biberón. Mi estupor fue mayúsculo y cuando fui a rescatarla fui persuadido de que era por su bien y que sería lo único que podría salvarla de una muerte segura. Opuse poca resistencia porque era la única esperanza que le quedaba a mi hija, y me reprocharía toda la vida no haberle dado esta última oportunidad. Marina se tomó su “bibi” de sus nuevos amigos y la dejaron irse por su propio pie.
Al día siguiente, a la misma hora, la vi dirigirse de nuevo a su cita como movida por un resorte interno que la impelía a escalar la montañita a tomar su ración de “jarabe”. Esta vez la dejé hacer sin importunarla. Así sucedió durante el mes que restaba de verano, todos los días a la misma hora sin que nadie más de la familia se enterara porque era la hora en la que dormían la siesta. Los progresos de Marina fueron considerables y su aspecto físico mejoró enormemente y la enfermedad desapareció completamente ante la feliz incredulidad de los doctores que no daban crédito a la mejora de una niña que daban por perdida solo un mes antes. Los “amigos” alienígenas sólo solicitaron una contrapartida a cambio de salvarle la vida: a los veinticinco años vendrían a llevársela para siempre para que les ayudara a seguir salvando vidas de otros niños enfermos por toda la galaxia. Hoy se han cumplido esos veinticinco años, y la he visto partir con lágrimas en los ojos pero con el corazón henchido de orgullo.