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Thursday, April 20, 2017


                                                      YOUSSRA    
 
    He leído libros rematadamente malos, tan malos como para hacerme detestar a toda la literatura universal y jurarme solemnemente no volver a leer nunca más un maldito libro; de joven recuerdo que me obligaba a terminar esos libros aburridos como un deber, deseando fervientemente que me sorprendiera en un giro espectacular y hubiera merecido la pena las tediosas horas empleadas.
    Todo cambió el afortunado día que topé con Miguel Delibes y su "Daniel el Mochuelo"; iba en un baúl junto con muchos otros camino de Villa Cisneros, último destino militar que mi difunto padre vería en vida. No habían pasado ni tres meses cuando conocí a Youssra, una saharaui de ojos grandes de color miel que venía a casa a ayudar a mi madre con las tareas del hogar.
    Yo era un chico espabilado y obediente al que le encantaba ayudar a su padre en el taller mecánico del ejército y en mis ratos libres acostumbraba a visitar la playa con un libro encantado de que el viento del desierto me acariciara la cara; como era consciente de los sentimientos de Youssra sobre mí, evitaba encontrarme con ella a solas a toda costa teniendo en cuenta que su familia era musulmana y la mía católica practicante.
    Todo marchaba bien hasta aquella tarde en la que estando yo leyendo en la orilla de la playa observé cómo se movía una retama en la que Youssra se guarecía detrás semi-escondida; fui con la intención de afearle amistosamente su actitud pero cuando la encontré tumbada en la arena con los pechos generosos desnudos tan apetitosos y la boca sensualmente entreabierta deseosa de que la besara, no pude frenarme y ninguna discrepancia religiosa hubiera podido evitar la pasión que sentíamos el uno por el otro.
   Desde ese momento la hice mía durante meses y meses mientras nos reíamos con Daniel y sus amigos de aventuras hasta que al cabo de un año el volumen de su vientre hizo visible el fruto de nuestro amor y el principio de nuestros problemas; a ninguno de los dos, por tener diecisiete años, le iban a permitir apostatar de su religión por odiosas e incomprensibles imposiciones familiares, culturales e históricas.
    Todo esto ocurría mientras todo el andamiaje del Sáhara Español se derrumbaba y Marruecos montaba la Marcha Verde; nos habíamos visto obligados a empaquetar todas nuestras pertenencias de la noche a la mañana en previsión de abandonar el territorio pero el infortunio se cebó con mi familia: mi padre apareció degollado en un callejón de Villa Cisneros la última noche antes de zarpar y a mí me detuvo la policía mora y fui llevado a la terrible prisión de Tazmamart, una cárcel subterránea sin luz natural en la que los que entraban nunca volvían a salir de allí.
    Así estuve como una rata en un agujero comido de piojos, con un hambre y sed atroces, en peores condiciones que una fiera en un zoológico, mientras los días, las semanas y los meses se sucedían; mi estado mental era algo parecido a una locura violenta y desesperada que me hacía desear mil veces más la muerte que continuar en esa situación.
    Gracias a que un guardia se apiadó de mí y me entregó " A sangre fría" de Truman Capote con la palabra "habibi"  y la palmita de mi niña impresa pude salvarme mental y físicamente hasta que pasados casi dos años de mi calvario una operación de rescate por parte de algunos de los compañeros del Frente Polisario que allí penaban me posibilitó la oportunidad de alcanzar la libertad y de unirme a ellos en su lucha contra el ejército marroquí.
    Así pasé unos meses de vida nómada y libre castigando despiadadamente al ejército moro hasta que un informante me susurró la presencia de Youssra y mi hija en El Aaiun donde habían sido trasladadas; no me costó sobornar a la policía mora por 50 dirham oro y desde entonces cabalgamos los tres junto con los saharauis, libres como el viento, por las arenas doradas del desierto.

Sunday, February 19, 2017


                                                   TIEMPO DE OPROBIO


    


    Laura y Ximo formaban el matrimonio perfecto pero de los de verdad, no como los de las revistas de famosos que nos mostraban a Brad Pitt y Angelina Jolie como una pareja a imitar durante muchos años para luego enterarnos de que se odiaban a muerte.
    Laura y Ximo llevaban nueve años casados y habían tenido tres hijos, a saber: Daniela, de ocho, Gema de seis y Jordi de tres. Formaban una pareja realmente bien avenida porque se amaban intensamente pero sin alharacas, sin ostentosas demostraciones publicas de besuqueos y manoseos que en muchas parejas era mas apariencia que otra cosa. Se amaban y respetaban tanto que no celebraban San Valentín porque cada día del año era un pequeño san valentín para ellos donde se regalaban besos, amor y respeto mutuo.
    Cada tarde cuando comenzaba el buen tiempo la familia entera salía a pasear con el perrito  pekinés por las huertas que rodeaban su pequeño pueblo; saludaban a los vecinos cordialmente sin entretenerse demasiado con ellos mientras los niños correteaban alrededor riendo y persiguiendo al perrito. Los días se alargaban mas y mas a medida que avanzaba la primavera y el sol brillaba luminoso colgado de un cielo azul turquesa.
    Pero también, invariablemente, como un ritual sagrado, Laura se detenía cada tarde ante la huerta del Tío Palomo mientras desarrollaba las labores rutinarias del hortelano: cavaba la tierra, limpiaba las malas hierbas, recolectaba tomates, etc. Laura se lo quedaba mirando un rato detenidamente, con los ojos encharcados de lagrimas, absolutamente muda, mientras el Tío Palomo hacia sus quehaceres ignorante de que lo observaban; cuando se daba cuenta de que lo observaban era cuando Laura se le acercaba, serena, casi como hipnotizada, y le cogía las manos al Tío Palomo y lo miraba detenidamente por un buen espacio de tiempo completamente muda, con los ojos lacrimosos y un esbozo de sonrisa que no llegaba a dibujarse por completo en su cara. Luego, cuando parecía que el hechizo desaparecía, le propinaba un abrazo largo, profundo, y se despedía mientras obligaba a sus tres hijos, especialmente a la mayor, Daniela, a saludar al Tío Palomo personalmente; les conminaba a algún tipo de gesto cariñoso, un beso, una caricia, algo; los niños accedían desganadamente porque el Tío Palomo, para quien no lo conociera, podía dar la impresión de ser una persona rara, especialmente para un niño: pelo y barba larga, rizada, descuidada, vestía ropa vieja de muchos años, la viva imagen que todos tenemos de un naúfrago, un robison crusoe. Vivía en la misma huerta que cultivaba en un cobertizo de chapas y plástico, y se rumoreaban historias sobre él en el pueblo que había penado muchos años de cárcel de joven por atracar bancos.
    Daniela había alcanzado la edad de preguntarse muchas cosas, y no cejaba de preguntarle a su madre quien era ese hombre tan raro y por qué tenia que darle un beso, que le daba miedo y olía mal:
- Daniela, cariño, gracias a ese hombre estáis tú y tus hermanos aquí en este mundo - Daniela la miraba sin entender nada y con un temor insondable en sus ojos.
- una noche, antes de nacer vosotros y conocer a vuestro padre, caminaba justo por aquí de noche de vuelta de la feria del pueblo y un hombre malo me había estado siguiendo y justo aquí me ataco por la espalda, me tumbó por la fuerza al suelo y se sentó con toda su fuerza encima mío con sus manos en mi cuello con la intención de estrangularme; gracias a que el Tío Palomo oyó mis gemidos, casi estertores de muerte ya, estoy viva; este señor tan valiente se atrevió a salir de su cabaña e interesarse de verdad por mi: se enfrento al hombre malo cuando este no quería soltarme y logro espantarlo con el azadón en la mano. Cuando llamamos a la policía dio su descripción detallada y la de su coche y descubrimos posteriormente que era el responsable del asesinato y posterior violación de cinco chicas de la zona durante el ultimo año.

Friday, January 06, 2017



                                         NUNCA ES TARDE SI LA DICHA ES BUENA

    El pueblo olía a turrón por Navidad y caminar por sus calles era una tentación a la vez que una invitación a recordar las navidades de la infancia, treinta años atrás, que Mario atesoraba en algún lugar recóndito de su memoria. Recorría las empinadas calles, después de una ausencia de veinte años, a grandes zancadas, como el glotón se comería una tarta a grandes bocados. Vagaba sin rumbo, dejándose perder por la aljama mora que dibujaba un laberinto de callejuelas en el casco antiguo justo al pie de la falda de la colina.
    En la cima de la colina descansaban, olvidadas, las ruinas del castillo, unos cuantos lienzos de pared que habían presenciado muchos eventos históricos durante los últimos diez siglos; Mario, casi sin darse cuenta, jadeante, exhausto, se sorprendió a sí mismo en la cima de la colina apoyado en la baranda del mirador, contemplando el pueblo y comparándolo mentalmente como pasatiempo con el que había dejado hacía casi veinte años: el portal de Belén de figuras a tamaño natural de la quebrada, la iluminación navideña con luces LED ultramodernas de la fachada del ayuntamiento, el centro comercial con  un desmesurado aparcamiento en la antigua sede de la fábrica de turrones de El Zorro.
    Pero justo ahora, apoyado en la barandilla del mirador del castillo, contemplando de noche el pueblecito encantador acurrucado en la falda de la colina, rememoraba con amargor aquella última conversación con Irene que le llevó un día después a hacer las maletas apresuradamente y partir hacia el extranjero; lo que más hería su orgullo era su inocente candidez de aquel tiempo, el hecho de que Irene pareciera saberlo todo y él nada, como si ella fuera una Diosa omnipotente griega en el monte Olimpo y él un simple campesino: el embarazo inesperado primero, la alegría nerviosa después y luego el silencio, las preguntas sin respuestas, las mentiras flagrantes al final...
    Recordaba con un nudo en el estómago cómo Irene le robó su hijo dos veces: primero asegurándole que iba a abortar porque sus padres le habían dicho que eran muy jóvenes aún para arruinar su vida y segundo pocos meses después, cuando era evidente que el aborto no se había producido, llegó la estocada cuando le confesó que no era suyo, sino de Daniel, el de la gasolinera; entonces fue cuando el dolor se hizo tan agudo e insoportable que no pudo resistirlo y partió para el extranjero con la esperanza de que una gran distancia en kilómetros supondría también una distancia emocional directamente proporcional.
    Cuánto se equivocaba; después de casi veinte años, se daba cuenta ahora de que había vuelto al pueblo para ponerse a prueba a sí mismo; pero ahí estaba el fantasma recurrente de ella apareciéndosele a las primeras de cambio en el mirador del castillo, justo el sitio donde se besaban y se miraban a los ojos prometiéndose amor eterno.
    Cuando se decidió a bajar del castillo, de nuevo a grandes zancadas cuesta abajo por las calles mal iluminadas de la aljama, se topó con ella al doblar una esquina: se miraron cara a cara y se reconocieron al instante; estaba tan hermosa aún después de tantos años; y tan simpática. No paraba de charlar, de preguntarle cosas, de hablarle de sí misma, de la hija bellísima que la acompañaba causante involuntaria de su desgracia venidera. Mario tendía instintivamente a esconder la parte derecha de su torso, mutilado el brazo inmisericordiamente en un atentado terrorista hacía sólo un año. Mentalmente aún no le había dado tiempo a somatizarlo y en presencia de Irene sentía la vergonzosa necesidad de ocultarlo.
    Quedaron, más por insistencia de ella, en tomar una copa el día siguiente; Mario no dejaba de torturarse si debía acudir o no, si la había perdonado ya o no. ¿Se había dado cuenta de su impedimento físico?. Seguramente no. Era de noche y llevaba una chaqueta larga que le cubría todo el brazo ¿Qué pensaría?. Siendo tan cruel como era probablemente lo rechazaría de nuevo como ya hizo una vez en cuanto se diera cuenta.
    Decidió acudir y enfrentarse con todos y cada uno de sus miedos, porque si no, le perseguirían toda su vida: se presentó en mangas de camisa dejando al descubierto su horrible muñón para que fuera bien visible; se sentó en la mesa y le habló mirándole a los ojos de Irene para que ésta le confirmase que la hija que tuvo no era de Daniel el de la gasolinera sino de él, de Mario, y que el gran amor de su vida siempre fue él.
    Irene le pidió perdón por todo el daño que le había hecho mientras se besaban por encima de la mesa apasionadamente probando el sabor salado de las lágrimas que le caían a ambos a borbotones.