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Friday, January 06, 2017



                                         NUNCA ES TARDE SI LA DICHA ES BUENA

    El pueblo olía a turrón por Navidad y caminar por sus calles era una tentación a la vez que una invitación a recordar las navidades de la infancia, treinta años atrás, que Mario atesoraba en algún lugar recóndito de su memoria. Recorría las empinadas calles, después de una ausencia de veinte años, a grandes zancadas, como el glotón se comería una tarta a grandes bocados. Vagaba sin rumbo, dejándose perder por la aljama mora que dibujaba un laberinto de callejuelas en el casco antiguo justo al pie de la falda de la colina.
    En la cima de la colina descansaban, olvidadas, las ruinas del castillo, unos cuantos lienzos de pared que habían presenciado muchos eventos históricos durante los últimos diez siglos; Mario, casi sin darse cuenta, jadeante, exhausto, se sorprendió a sí mismo en la cima de la colina apoyado en la baranda del mirador, contemplando el pueblo y comparándolo mentalmente como pasatiempo con el que había dejado hacía casi veinte años: el portal de Belén de figuras a tamaño natural de la quebrada, la iluminación navideña con luces LED ultramodernas de la fachada del ayuntamiento, el centro comercial con  un desmesurado aparcamiento en la antigua sede de la fábrica de turrones de El Zorro.
    Pero justo ahora, apoyado en la barandilla del mirador del castillo, contemplando de noche el pueblecito encantador acurrucado en la falda de la colina, rememoraba con amargor aquella última conversación con Irene que le llevó un día después a hacer las maletas apresuradamente y partir hacia el extranjero; lo que más hería su orgullo era su inocente candidez de aquel tiempo, el hecho de que Irene pareciera saberlo todo y él nada, como si ella fuera una Diosa omnipotente griega en el monte Olimpo y él un simple campesino: el embarazo inesperado primero, la alegría nerviosa después y luego el silencio, las preguntas sin respuestas, las mentiras flagrantes al final...
    Recordaba con un nudo en el estómago cómo Irene le robó su hijo dos veces: primero asegurándole que iba a abortar porque sus padres le habían dicho que eran muy jóvenes aún para arruinar su vida y segundo pocos meses después, cuando era evidente que el aborto no se había producido, llegó la estocada cuando le confesó que no era suyo, sino de Daniel, el de la gasolinera; entonces fue cuando el dolor se hizo tan agudo e insoportable que no pudo resistirlo y partió para el extranjero con la esperanza de que una gran distancia en kilómetros supondría también una distancia emocional directamente proporcional.
    Cuánto se equivocaba; después de casi veinte años, se daba cuenta ahora de que había vuelto al pueblo para ponerse a prueba a sí mismo; pero ahí estaba el fantasma recurrente de ella apareciéndosele a las primeras de cambio en el mirador del castillo, justo el sitio donde se besaban y se miraban a los ojos prometiéndose amor eterno.
    Cuando se decidió a bajar del castillo, de nuevo a grandes zancadas cuesta abajo por las calles mal iluminadas de la aljama, se topó con ella al doblar una esquina: se miraron cara a cara y se reconocieron al instante; estaba tan hermosa aún después de tantos años; y tan simpática. No paraba de charlar, de preguntarle cosas, de hablarle de sí misma, de la hija bellísima que la acompañaba causante involuntaria de su desgracia venidera. Mario tendía instintivamente a esconder la parte derecha de su torso, mutilado el brazo inmisericordiamente en un atentado terrorista hacía sólo un año. Mentalmente aún no le había dado tiempo a somatizarlo y en presencia de Irene sentía la vergonzosa necesidad de ocultarlo.
    Quedaron, más por insistencia de ella, en tomar una copa el día siguiente; Mario no dejaba de torturarse si debía acudir o no, si la había perdonado ya o no. ¿Se había dado cuenta de su impedimento físico?. Seguramente no. Era de noche y llevaba una chaqueta larga que le cubría todo el brazo ¿Qué pensaría?. Siendo tan cruel como era probablemente lo rechazaría de nuevo como ya hizo una vez en cuanto se diera cuenta.
    Decidió acudir y enfrentarse con todos y cada uno de sus miedos, porque si no, le perseguirían toda su vida: se presentó en mangas de camisa dejando al descubierto su horrible muñón para que fuera bien visible; se sentó en la mesa y le habló mirándole a los ojos de Irene para que ésta le confirmase que la hija que tuvo no era de Daniel el de la gasolinera sino de él, de Mario, y que el gran amor de su vida siempre fue él.
    Irene le pidió perdón por todo el daño que le había hecho mientras se besaban por encima de la mesa apasionadamente probando el sabor salado de las lágrimas que le caían a ambos a borbotones.
   

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