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Tuesday, November 01, 2016

                                                   
                                                           LA CHISPA

    - ¡Echa pallá, me cago en dió¡ - dijo a la par que, dándole un manotazo, la apartó violentamente de su lado.
    - ¡Vení pacá, cabrone! - gritaba el Zurdo acercando mucho la cara al agujero de la pared.
    - Cogerme si tenei guevo! - insistía, con la cara cuarteada con arrugas, escupiendo espumarajos con los ojos saltones, como si se le fueran a salir de las órbitas.
    -Pác-coooooo! - silbaba la bala del Mauser de la Guardia Civil, a medida que iban tomando posiciones rodeando la casa.
    -Me cago en tó vuestro muertoooo! - se desgañitaba El Zurdo contra La Benemérita, mientras sacaba la escopeta de caza de cartuchos por el agujero y disparaba al bulto.
    La Sole le recargaba la escopeta, agazapada en un rincón, vestida de luto, con pañuelo a cuadros atado a la cabeza.
    - Mátalo, Paco, mátalo a ezo marnacío! - y Paco, El Zurdo, se ponía a ello con ahínco, como diez siglos antes se pusieron sus antepasados contra los Omeyas.
   Los disparos, en el caserón de las afueras del pueblo, sonaban esporádicos, para perderse su eco para siempre en el infinito de la noche brumosa, fría como un cuchillo; el vaho salía de las bocas como si fumaran un habano, y el resto del pueblo entero esperaba agazapado en sus casas tiritando de miedo, como conejos en sus madrigueras escuchando cada vez más próxima la campanita del hurón.
    Si el pueblo quisiera, ganarían esta partida, y la siguiente, y la siguiente, y así hasta la última para salir de su miseria económica, sí, pero sobre todo espiritual; una miseria del alma que los convertía en corderitos ante la autoridad y en lobos ante sus semejantes, para que el orden social establecido no se desmorone nunca.
    Pero no, el pueblo no quiere, o no sabe que quiere, y mientras a una familia de paisanos los acribillan como a cucarachas, el pueblo tiembla escondido en sus madrigueras, las marujas de rodillas con los codos en las camas rezando a la virgen, los manolos echando el cerrojo a la puerta por dentro, y por fuera, ¡ ya puede arder Troya!. El cementerio está lleno de valientes, reza el dicho popular, y no va a ser a mí a quién pillen por ahí fuera esta noche, piensan todos los del pueblo mientras esperan a que pase la tormenta, que más tarde o más temprano pasará.
    -Zurdoooooo! - grita el sargento - zar de ahí me cago en dió. No te vamo a hacé ná, no empeore la coza. Ya hemo aniquilao a tu hermano Pepito y a tu hijo Manué. No tenei escapatoria, así que entregate con la mano en arto.
    El sargento mientras habla, gesticula, ordena manualmente a sus hombres que adelanten posiciones, que se aprovechen del momentáneo alto el fuego para ganar ventaja: enciende una tea con un mechero de yesca grande y una vez encendida, le da fuego a los hombres de su cuadrilla. Se distribuyen los hombres alrededor de la casa y antes de que uno encuentre resguardo tras un carro de leña, recibe un cartuchazo en la pierna que lo deja malherido, sangrando abundantemente y quejándose como un gorrino antes de ser capado.
    - ¡ Éze no juega má ar furbo! - le comenta sarcástico El Zurdo a su mujer, La Sole, que lo mira arrobado mientras recarga la escopeta.
    - Zurdoooooo! , la has cagao. Pa qué coño le mete un tiro al cabo nuevo, si e un chavá que acaba de llegá de Madrí que no tiene curpa de ná!
    - Po que no se hubiera metío donde no le llaman - respondía El Zurdo mientras el cabo gemía desangrándose irremediablemente hasta la muerte.
    Los cartuchos iban escaseando de la parte del Zurdo y el sargento, perro viejo, esperaba fumando tabaco picado y café de achicoria recién calentado.
- Mi zargento, hay que achuchá que viene la prensa de caminito- informaba diligente el cabo primero Ramírez.
- Me caguendió, esto zeñorito de Madrí lo estropean tó - para el sargento todo lo que estaba al norte de Despeñaperros era Madrid, tanto da si venían de Alicante como de Valladolid, porque hablaban fino como los de Madrid. Dio órdenes precisas a su comando de asalto, recordando los tiempos de las guerras contra el moro, y una vez cerciorado de que El Zurdo agotó su munición, lanzaron las teas encendidas sobre el tejado de paja de la guarida del Zurdo y la Sole.
    Se echó para atrás el sargento, apoyando la cabeza  y la espalda sobre el muro en que se resguardaba y empezó a contar:
- Uno, do, tre, ... verá como ante de veinte están fuera con la mano en arto - sonreía satisfecho, sabedor de que los hechos le daría la razón.
    Al número dieciocho ya salían El Zurdo y La Sole con los brazos en alto y la cabeza enhiesta pidiendo una tregua, y el sargento y sus agentes apuntaban directo al estómago, que duele más.
- ¡Fuegooooo! - gritó ronco el sargento, y acto seguido se produjo un estruendo al unísono de todos los mauseres.
- Ha zío inevitable, sabe usté -  se podía escuchar al sargento explicándose engolado rodeado de periodistas.

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